Empiezo a hacer cosas que no sé qué son, ni cómo se hacen. La lluvia cae como si no se oyera, como si no tocara, y yo, que no sé dónde estoy ni sé qué soy; ni sé por qué he venido aquí, ni cuándo y, aún así, ardo, agarrada de mi centro en el tiempo Todo, reverdecida, acaso, levanthada de un recuerdo –uno neutral, acaso innecesario, aunque real, como por ejemplo, salir de un metro en París, y que llueva, como siempre llueve en mi estado natural y en mis recuerdos cuando son trabajados con la fina esteca redonda que tienen mis manos cuando duermen *estuve, hasta recién, y acaso sigo, en una calle llena de agua, esperando algo que no sé qué es, un globo aerostático, una canoa, y
siempre aparece una persona que fue algún día una guarida para ir a escaparme,
como por ejemplo, mi primer novio, Manuel, que llega a abrazarme, o algún otro
de mis hombres que se tomaron el tiempo de volver a visitarme; los reales, los
normales, los siniestros; como Juan, como Javier, como Julián, como Diego –aunque
acaso Diego sea el nombre de mi hombre final; el que se hospedará para siempre
en el castillo de mis largas escaleras circulares y el de mis puentes colgantes
que llevan el living a la bañera, el jardín a las terrazas, el baño a la
chimenea, pero no; tengo en mi caballo cien monturas que se apilan y se caen
cuando el caballo comienza a moverse y siempre termina en relincho, en dos patas,
y bien suelto de cualquier montura, rabioso y, a su vez, dulce, el caballo loco
(*el caballo loco es un hombre que también me conoció) y se libera de
cualquier peso para volver a sentir la liviandad de andar sin tiempo y sin
espacio, y después se acurruca como si
fuera otra vez un caballito que descansa en la panza de su mamá, y dice, aunque
no hable: cariño, abrazo, protección, amor del tuyo, mamá, del nuestro, del de
antes
, mis manos gritan hacia una tertulia
silenciosa que subexiste en mi imaginación de un recuerdo de un evento que no
fue, mis manos de agua, que ralan y que dibujan tranquilamente harados en el
espacio de suelo que tengo para rayar. De pronto, un trueno suena tan largo y
carnoso que se hace negro, amarronado, y viene desde algún espacio de
estruendos peligrosos, de remiendos opacos, coquetos. Viene para quedarse y ser
vibración constante como un eco de lo que es, adelantándose eternamente hacia
el presente; un tiempo sostenido que no es pasado ni es futuro.
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